Blanco&negro
INFORME ESPECIALEntre los egoísmos nacionales, la crisis mundial y las diferencias entre los hemisferios norte y sur, la cumbre Río+20 puede ser un fiasco mayúsculo. El costo podría ser el planeta.
Cumbre Río+20: ¿habrá planeta para salvar en 2050?
Sábado 16 Junio 2012
El futuro del mundo está en manos de una cumbre de la que no se esperan grandes resultados y a la que no vienen el presidente de Estados Unidos, el primer ministro británico, ni la canciller alemana (aunque asisten los presidentes de China, Rusia y Brasil). En medio de las angustias de la crisis europea y sus repercusiones globales y los 'tires' y 'aflojes' entre naciones ricas y pobres, el evento más importante en décadas, convocado para tratar de preservar a un planeta que se deshace, puede ser una gran desilusión.
El mundo no ha visto, quizá, una cumbre como la Conferencia de Desarrollo Sostenible de Río de Janeiro, más conocida como Río+20, que sesionará entre el 20 y el 22 de junio de este año. No se va a aprobar ninguna convención, pero el secretario general de la ONU la ha calificado como "una de las más importantes en la historia". Los asistentes son tantos (75.000) que la presidenta de Brasil pidió camas hasta a los moteles de Río de Janeiro para suplir la demanda. Participan 193 países y varios miles de ONG. Se han inscrito para hablar 130 jefes de Estado, aunque aún no se han publicado sus nombres. Hay cientos de eventos paralelos y una Cumbre de los Pueblos alternativa.
¿Qué reúne en Río a tanta gente? Sencillamente, la triste realidad del planeta. Hace 40 años, en una cumbre modesta en Estocolmo, en 1972, a la que solo asistieron dos jefes de Estado -el anfitrión, Olof Palme, e Indira Gandhi, de India-, los desafíos ambientales entraron por primera vez en el debate global. Veinte años después, en 1992, en Río, otra conferencia, con 108 jefes de Estado y 17.000 participantes, aprobó dos convenciones (sobre cambio climático y conservación de la biodiversidad) y puso en el diccionario mundial el concepto 'desarrollo sostenible'. Otros 20 años han transcurrido. Poco se ha hecho sobre el segundo elemento de este término y mucho, lamentablemente, respecto al primero: el voraz desarrollo ha puesto a la humanidad en el trance de preguntarse, cada vez más alarmada, si su hábitat, el planeta Tierra, se está convirtiendo en otra especie en proceso de extinción. Entretanto, sobre cambio climático, emisiones de gases de efecto invernadero (el Protocolo de Kyoto solo entró en vigor 13 años después y Estados Unidos no lo ha suscrito) y muchos otros temas de esas convenciones, las naciones distan de ponerse de acuerdo. Por eso, hoy Río, 20 años después, congrega a tanta gente (y por eso varios de los responsables del actual estado de cosas prefieren no asistir).
Río+20 se ha calificado como la "oportunidad en una generación" para que el concierto de las naciones enderece el rumbo y opte, por fin, por medidas prácticas y medibles para enfrentar el creciente deterioro del entorno natural del que la humanidad extrae los recursos para vivir. Cuarenta años después de Estocolmo, la población mundial es casi el doble, la economía, tres veces más grande y la demanda por recursos naturales supera en 50 por ciento la capacidad regenerativa del planeta. Esto solo empeorará en los años que vienen. La situación es tan grave que ya no puede revertirse, pero Río+20 debería generar consensos en tres áreas para que el mundo se adapte: un cambio en el modelo económico hacia una 'economía verde', que reduzca la pobreza y proteja el entorno; una nueva institucionalidad ambiental global (se ha hablado hasta de un Alto Comisionado para Generaciones Futuras), y -contribución colombiana (ver artículo)- unos "objetivos de desarrollo sostenible" que los países adopten para regular el desarrollo actual pensando en las generaciones futuras y la preservación de la buena y vieja Tierra, hoy excavada, arada, talada y desecada sin piedad.
El problema es que las mismas divisiones que surgieron en Estocolmo hace 40 años siguen dominando las negociaciones. ¿Quién y cómo va a dar agua, comida y energía a los 9.000 millones de personas que vivirán en la Tierra en 40 años
, es una pregunta que debería congregar a todos. Nada más inocente. El documento central de Río+20, El Futuro que queremos, que contiene las presuntas respuestas, por ahora solo se denomina Borrador cero: empezó en 6.000 páginas de sugerencias de los 193 países participantes y, después de meses de negociaciones, se ha reducido a 100, pero apenas 70 de sus 329 párrafos han sido acordados, y son los menos importantes. Lo demás sigue en plena negociación y el resultado, con suerte, será uno de esos documentos de consenso típicos de la diplomacia de la ONU.
¿Qué impide los acuerdos? Los países del norte le apuestan a la economía verde, los del sur temen que se convierta en un chaleco de fuerza para su desarrollo y en una suerte de 'proteccionismo verde'. El Grupo de los 77 y China, que agrupa a los segundos, piden a las naciones del hemisferio norte cambiar sus patrones de consumo y producción, regulaciones estrictas a la extracción de sus recursos, y que cumplan compromisos de Río 1992 como la transferencia de tecnología o el pago de buena parte de los costos de la adaptación (lo que se conoce como el principio de las responsabilidades comunes pero diferenciadas), pues las naciones ricas fueron las que más destruyeron el medio ambiente en su camino al desarrollo, aunque los efectos los padecen con mayor agudeza los países pobres. Estados Unidos y otras naciones han intentado incluso retroceder frente a lo acordado 20 años atrás, mientras China, India y otras potencias emergentes no quieren oír hablar de limitaciones a su desarrollo. No hay consenso sobre la necesidad de nuevas instituciones globales que supervisen la sostenibilidad ni sobre la de los objetivos de desarrollo sostenible, sus metas o cómo hacer que se cumplan.
Esto ha llevado a una coalición de grandes ONG, como Oxfam, Greenpeace y otras, a sentenciar que "Río+20 no añadirá nada a los esfuerzos globales para garantizar el desarrollo sostenible". El potencial estallido de la zona euro y sus repercusiones internacionales y la tensa elección presidencial en Estados Unidos tienen la atención de los grandes de este mundo puesta en otras cosas. En tiempos de crisis y recesión, pocos quieren oír de los costos que implicará detener el deterioro del planeta. En 1992, en Río, se habló de que los países ricos tendrían que poner 100.000 millones de dólares anuales para ayudar al mundo en desarrollo a lograr los objetivos del desarrollo sostenible. Un reporte del BID para esta cumbre sostiene que serán necesarias inversiones de 110.000 millones de dólares en América Latina para lograr reducir a niveles tolerables la emisión de gases de efecto invernadero para el año 2050.
No todo es negro. Las cumbres han mostrado, a menudo, ser más que sus documentos. Río, en 1992, fue declarada un fracaso, pues Estados Unidos decidió, a último minuto, no firmar la Convención de Biodiversidad y los imperativos del consenso aguaron los documentos aprobados. Pero el mundo empezó a pensar en serio en desarrollo sostenible desde entonces. Las instituciones ambientales, pocas y débiles, florecieron. Y un intangible poderoso, la conciencia ambiental, se volvió protagonista en las discusiones globales. ¿Ocurrirá algo similar en Río+20 y a último minuto se logrará el consenso básico para seguir avanzando? Ojalá. Si los gobiernos no se pellizcan, la "oportunidad en una generación" que ofrece la Conferencia de Desarrollo Sostenible de Río de Janeiro podría perderse. La pregunta obvia será entonces: ¿habrá planeta para salvar en la próxima cumbre?
¿Qué reúne en Río a tanta gente? Sencillamente, la triste realidad del planeta. Hace 40 años, en una cumbre modesta en Estocolmo, en 1972, a la que solo asistieron dos jefes de Estado -el anfitrión, Olof Palme, e Indira Gandhi, de India-, los desafíos ambientales entraron por primera vez en el debate global. Veinte años después, en 1992, en Río, otra conferencia, con 108 jefes de Estado y 17.000 participantes, aprobó dos convenciones (sobre cambio climático y conservación de la biodiversidad) y puso en el diccionario mundial el concepto 'desarrollo sostenible'. Otros 20 años han transcurrido. Poco se ha hecho sobre el segundo elemento de este término y mucho, lamentablemente, respecto al primero: el voraz desarrollo ha puesto a la humanidad en el trance de preguntarse, cada vez más alarmada, si su hábitat, el planeta Tierra, se está convirtiendo en otra especie en proceso de extinción. Entretanto, sobre cambio climático, emisiones de gases de efecto invernadero (el Protocolo de Kyoto solo entró en vigor 13 años después y Estados Unidos no lo ha suscrito) y muchos otros temas de esas convenciones, las naciones distan de ponerse de acuerdo. Por eso, hoy Río, 20 años después, congrega a tanta gente (y por eso varios de los responsables del actual estado de cosas prefieren no asistir).
Río+20 se ha calificado como la "oportunidad en una generación" para que el concierto de las naciones enderece el rumbo y opte, por fin, por medidas prácticas y medibles para enfrentar el creciente deterioro del entorno natural del que la humanidad extrae los recursos para vivir. Cuarenta años después de Estocolmo, la población mundial es casi el doble, la economía, tres veces más grande y la demanda por recursos naturales supera en 50 por ciento la capacidad regenerativa del planeta. Esto solo empeorará en los años que vienen. La situación es tan grave que ya no puede revertirse, pero Río+20 debería generar consensos en tres áreas para que el mundo se adapte: un cambio en el modelo económico hacia una 'economía verde', que reduzca la pobreza y proteja el entorno; una nueva institucionalidad ambiental global (se ha hablado hasta de un Alto Comisionado para Generaciones Futuras), y -contribución colombiana (ver artículo)- unos "objetivos de desarrollo sostenible" que los países adopten para regular el desarrollo actual pensando en las generaciones futuras y la preservación de la buena y vieja Tierra, hoy excavada, arada, talada y desecada sin piedad.
El problema es que las mismas divisiones que surgieron en Estocolmo hace 40 años siguen dominando las negociaciones. ¿Quién y cómo va a dar agua, comida y energía a los 9.000 millones de personas que vivirán en la Tierra en 40 años
, es una pregunta que debería congregar a todos. Nada más inocente. El documento central de Río+20, El Futuro que queremos, que contiene las presuntas respuestas, por ahora solo se denomina Borrador cero: empezó en 6.000 páginas de sugerencias de los 193 países participantes y, después de meses de negociaciones, se ha reducido a 100, pero apenas 70 de sus 329 párrafos han sido acordados, y son los menos importantes. Lo demás sigue en plena negociación y el resultado, con suerte, será uno de esos documentos de consenso típicos de la diplomacia de la ONU.
¿Qué impide los acuerdos? Los países del norte le apuestan a la economía verde, los del sur temen que se convierta en un chaleco de fuerza para su desarrollo y en una suerte de 'proteccionismo verde'. El Grupo de los 77 y China, que agrupa a los segundos, piden a las naciones del hemisferio norte cambiar sus patrones de consumo y producción, regulaciones estrictas a la extracción de sus recursos, y que cumplan compromisos de Río 1992 como la transferencia de tecnología o el pago de buena parte de los costos de la adaptación (lo que se conoce como el principio de las responsabilidades comunes pero diferenciadas), pues las naciones ricas fueron las que más destruyeron el medio ambiente en su camino al desarrollo, aunque los efectos los padecen con mayor agudeza los países pobres. Estados Unidos y otras naciones han intentado incluso retroceder frente a lo acordado 20 años atrás, mientras China, India y otras potencias emergentes no quieren oír hablar de limitaciones a su desarrollo. No hay consenso sobre la necesidad de nuevas instituciones globales que supervisen la sostenibilidad ni sobre la de los objetivos de desarrollo sostenible, sus metas o cómo hacer que se cumplan.
Esto ha llevado a una coalición de grandes ONG, como Oxfam, Greenpeace y otras, a sentenciar que "Río+20 no añadirá nada a los esfuerzos globales para garantizar el desarrollo sostenible". El potencial estallido de la zona euro y sus repercusiones internacionales y la tensa elección presidencial en Estados Unidos tienen la atención de los grandes de este mundo puesta en otras cosas. En tiempos de crisis y recesión, pocos quieren oír de los costos que implicará detener el deterioro del planeta. En 1992, en Río, se habló de que los países ricos tendrían que poner 100.000 millones de dólares anuales para ayudar al mundo en desarrollo a lograr los objetivos del desarrollo sostenible. Un reporte del BID para esta cumbre sostiene que serán necesarias inversiones de 110.000 millones de dólares en América Latina para lograr reducir a niveles tolerables la emisión de gases de efecto invernadero para el año 2050.
No todo es negro. Las cumbres han mostrado, a menudo, ser más que sus documentos. Río, en 1992, fue declarada un fracaso, pues Estados Unidos decidió, a último minuto, no firmar la Convención de Biodiversidad y los imperativos del consenso aguaron los documentos aprobados. Pero el mundo empezó a pensar en serio en desarrollo sostenible desde entonces. Las instituciones ambientales, pocas y débiles, florecieron. Y un intangible poderoso, la conciencia ambiental, se volvió protagonista en las discusiones globales. ¿Ocurrirá algo similar en Río+20 y a último minuto se logrará el consenso básico para seguir avanzando? Ojalá. Si los gobiernos no se pellizcan, la "oportunidad en una generación" que ofrece la Conferencia de Desarrollo Sostenible de Río de Janeiro podría perderse. La pregunta obvia será entonces: ¿habrá planeta para salvar en la próxima cumbre?
No hay comentarios:
Publicar un comentario