Blanco&negro
UNIÓN SOVIÉTICAHace veinte años comenzó la caída de la URSS y desapareció la amenaza comunista. Los profetas del mercado auguraron prosperidad sin límites, pero esas promesas han fracasado.
Algo salió mal
Sábado 20 Agosto 2011
El 19 de agosto de 1991 fallaba el golpe de Estado más torpe pero más trascendental que el mundo haya visto. Mientras Mijail Gorbachov, presidente de la Unión Soviética, era retenido por los golpistas comunistas en su dacha de Crimea, los tanques del ejército que ingresaban a Moscú avanzaban en fila india, atascados en el tráfico mañanero del lunes, tocaban la bocina y respetaban los semáforos. El comando que debía encarcelar al popular dirigente Boris Yeltsin desobedeció las órdenes. Horas después, Yeltsin dirigía el contragolpe, de pie sobre un tanque frente al Parlamento, mientras los moscovitas armaban barricadas y derrotaban el movimiento en un par de días. Una semana después, el Partido Comunista era disuelto, y antes de finalizar el año, desaparecía la Unión Soviética y, con ella, el orden que había imperado en el planeta durante casi un siglo.
El festejo fue global, aunque por distintas razones. Los ciudadanos de Europa del Este y la antigua Rusia celebraron el fin de un régimen totalitario y decrépito, que seguía proyectando la sombra del estalinismo asesino de los años treinta y cuarenta. En Occidente, los dirigentes políticos quisieron apropiarse de ese triunfo ajeno, y el historiador Francis Fukuyama anunció solemnemente el fin de la historia. La desaparición de la amenaza comunista abría el camino a una prosperidad sin límites, en un mundo dominado por un capitalismo triunfante y sin enemigos a la vista.
Veinte años después, esa promesa ha sido un fracaso. “Algo anda muy mal”, según el muy comentado libro póstumo del profesor británico Tony Judt. El mercado reina desde la China hasta Detroit, pero en lugar de traer mayor estabilidad y equilibrio, la economía mundial atraviesa su peor crisis desde 1929. Las capitales de Europa, bajo el peso de las deudas estatales, parecen tercermundistas, con protestas, saqueos, huelgas generales y manifestaciones multitudinarias. “Hemos perdido dos décadas”, se lamentó el político conservador inglés Chris Patten, en The Guardian. ¿Qué pasó?
En estos veinte años de dominio del mercado y las transnacionales, el capitalismo llegó hasta los rincones más impensados de la Tierra, con la incorporación de China y sus casi 1.500 millones de habitantes. El intelectual John Bellamy Foster, de la revista Monthly Review, lo llama “un sistema de oligopolio internacional”: las 500 empresas transnacionales más importantes reciben 40 por ciento del ingreso mundial. La concentración monopólica se ha acelerado a niveles nunca vistos: solo cinco empresas producen la mitad de los carros del mundo y cuatro concentran el 70 por ciento de las ventas de libros y computadoras en Estados Unidos. A su vez, las grandes multinacionales son cada vez más internacionales: General Electric tiene más del 50 por ciento de sus activos, su personal y sus ventas en el exterior, cuando hace diez años era entre un 30 y un 40 por ciento. Los activos de la Ford en el exterior pasaron de 7 a 46 por ciento en ese lapso, y 86 por ciento de la fuerza de trabajo de Coca-Cola está fuera de Estados Unidos.
Esto sin sumar lo que se ha llamado el “capitalismo de alianzas”, como la Star Alliance, que une, bajo el ala de Continental Airlines, cerca de treinta aerolíneas, entre ellas Lufthansa. Poco a poco, la categoría de ‘nación’ va perdiendo sentido: las transnacionales mandan.
Ello ha provocado la ‘nomadización’ del capitalismo: las empresas van de país en país en busca de mano de obra barata, y la consecuencia ha sido la “gran duplicación” de la fuerza de trabajo global, gracias a la cual las transnacionales pagan salarios cada vez más bajos e imponen peores condiciones laborales. En 1999, un calzado de Nike de 150 dólares tenía solo 1,50 dólares de mano de obra, y las trabajadoras de Reebok en El Salvador ganan ocho centavos de dólar por cada camiseta de 25 dólares. En Foxcon, la empresa que produce los componentes de Apple en Zhenzen, China, 12 trabajadores se suicidaron el año pasado.
En los sesenta, el mundo había logrado reducir la desigualdad y el Estado de
bienestar estaba en su apogeo. Este era el precio pagado por Europa occidental, gracias al Plan Marshall de Estados Unidos, para impedir que, sobre las ruinas de la Segunda Guerra, el Viejo Continente cayera bajo el dominio comunista. Pero desde la década de los setenta, y en especial a partir de la desaparición del bloque soviético, la desigualdad arreció.
En ese entonces, la diferencia entre las regiones más ricas y más pobres del mundo era de 13 a 1. En 2006 era de 19 a 1. Hoy, el 2 por ciento más rico detenta más de la mitad de la riqueza global. En 1995, los mayores grupos bancarios de Estados Unidos tenían activos iguales al 17 por ciento del PNB de ese país. En 2010, esta cifra era del 40 por ciento.
Judt, en su libro Algo está mal, trae el ejemplo del CEO de General Motors, que ganaba, en 1968, 66 veces el salario de un trabajador. Hoy, el CEO de Walmart gana 900 veces más, y la fortuna de los dueños de ese emporio (90.000 millones de dólares) equivale a la del total del 40 por ciento de la población más pobre de Estados Unidos (120 millones de personas).
A partir de la crisis de 2008, el Estado de bienestar está despareciendo bajo los hachazos de los ajustes de Sarkozy, Berlusconi, Cameron, Zapatero y Papandreu. La movilidad social, según la cual los hijos podían aspirar a una vida mejor que la de sus padres, se ha transformado en lo opuesto. Uno de cada dos jóvenes españoles no tiene empleo.
¿El fin de la posguerra?
Para Fabián Calle, profesor del Instituto Torcuato di Tella de Buenos Aires, la consecuencia geopolítica de la desaparición de la Unión Soviética fue “generar un contexto de unipolaridad. Estados Unidos perdió a quien lo equilibraba, y cuando esto sucede, el actor tarde o temprano termina militarizando su política y abusando de su poder, porque no hay contrapeso. Después de la caída de la Unión Soviética, Estados Unidos fue como Gulliver en el país de los enanos –dice–. Esto se vio en el periodo de George W. Bush con las guerras de Irak, Afganistán y el aumento del presupuesto de defensa, lo cual aceleró el déficit fiscal y el endeudamiento, afectando la salud económica de largo plazo y llevando a escenarios como la amenaza de ‘default’”.
Pero, según Calle, el mundo ha llegado al fin de la posguerra: si tras la desaparición de la Unión Soviética llegó el reinado de Estados Unidos, en los últimos años este esquema hizo agua: “El poder militar norteamericano empezó a tener problemas serios, el neoliberalismo empezó a fracasar en América Latina, Europa y Estados Unidos. Ya nadie defiende el Consenso de Washington ni las políticas neoliberales de los años noventa. Hoy, la discusión es volver a la multipolaridad y pensar cómo reemplazar el capitalismo de casino”, concluye.
Para Rosendo Fraga, del Centro Nueva Mayoría en Buenos Aires, tras la desaparición de la Unión Soviética “el capitalismo y la democracia pasaron a ser el único modelo viable, pero hoy las cosas han cambiado. El problema es que el repliegue de Washington como hiperpotencia se ha acelerado, la decadencia relativa de Europa se ha acentuado al igual que el estancamiento japonés, y el mundo emergente todavía no está en capacidad de ocupar el espacio que está quedando vacío”.
Tras la caída de los regímenes comunistas, la democracia parecía imbatible. El argentino Raúl Alfonsín, primer presidente después de la dictadura militar, acuñó una frase histórica, en 1983: “Con la democracia se come, se educa y se cura”. La crisis de 2008 demostró que la democracia falló, con su ataque contra los salarios, las jubilaciones, la educación y la salud pública. Los Indignados de España; los aganaktismenoi de Grecia; los jóvenes de la Plaza Tahrir, de El Cairo; los estudiantes chilenos; los que prenden fuego en los barrios de Londres o queman carros en los suburbios de París o Berlín, están diciendo a gritos que la democracia y el capitalismo ya no los contienen, ni los educan, ni los curan: los expulsan.
En esto reside la gravedad de la situación. Las protestas ya no se dirigen contra dictaduras comunistas, como hace veinte años, o árabes, como este, sino contra los gobiernos socialdemócratas o conservadores de países que han sido la cuna de la democracia. Como analiza el italiano Ernesto Calli della Loggia, “con el terremoto de las finanzas mundiales, el estado del 2011 está haciendo sonar una campana de alarma general para todos los regímenes democráticos”.
El festejo fue global, aunque por distintas razones. Los ciudadanos de Europa del Este y la antigua Rusia celebraron el fin de un régimen totalitario y decrépito, que seguía proyectando la sombra del estalinismo asesino de los años treinta y cuarenta. En Occidente, los dirigentes políticos quisieron apropiarse de ese triunfo ajeno, y el historiador Francis Fukuyama anunció solemnemente el fin de la historia. La desaparición de la amenaza comunista abría el camino a una prosperidad sin límites, en un mundo dominado por un capitalismo triunfante y sin enemigos a la vista.
Veinte años después, esa promesa ha sido un fracaso. “Algo anda muy mal”, según el muy comentado libro póstumo del profesor británico Tony Judt. El mercado reina desde la China hasta Detroit, pero en lugar de traer mayor estabilidad y equilibrio, la economía mundial atraviesa su peor crisis desde 1929. Las capitales de Europa, bajo el peso de las deudas estatales, parecen tercermundistas, con protestas, saqueos, huelgas generales y manifestaciones multitudinarias. “Hemos perdido dos décadas”, se lamentó el político conservador inglés Chris Patten, en The Guardian. ¿Qué pasó?
En estos veinte años de dominio del mercado y las transnacionales, el capitalismo llegó hasta los rincones más impensados de la Tierra, con la incorporación de China y sus casi 1.500 millones de habitantes. El intelectual John Bellamy Foster, de la revista Monthly Review, lo llama “un sistema de oligopolio internacional”: las 500 empresas transnacionales más importantes reciben 40 por ciento del ingreso mundial. La concentración monopólica se ha acelerado a niveles nunca vistos: solo cinco empresas producen la mitad de los carros del mundo y cuatro concentran el 70 por ciento de las ventas de libros y computadoras en Estados Unidos. A su vez, las grandes multinacionales son cada vez más internacionales: General Electric tiene más del 50 por ciento de sus activos, su personal y sus ventas en el exterior, cuando hace diez años era entre un 30 y un 40 por ciento. Los activos de la Ford en el exterior pasaron de 7 a 46 por ciento en ese lapso, y 86 por ciento de la fuerza de trabajo de Coca-Cola está fuera de Estados Unidos.
Esto sin sumar lo que se ha llamado el “capitalismo de alianzas”, como la Star Alliance, que une, bajo el ala de Continental Airlines, cerca de treinta aerolíneas, entre ellas Lufthansa. Poco a poco, la categoría de ‘nación’ va perdiendo sentido: las transnacionales mandan.
Ello ha provocado la ‘nomadización’ del capitalismo: las empresas van de país en país en busca de mano de obra barata, y la consecuencia ha sido la “gran duplicación” de la fuerza de trabajo global, gracias a la cual las transnacionales pagan salarios cada vez más bajos e imponen peores condiciones laborales. En 1999, un calzado de Nike de 150 dólares tenía solo 1,50 dólares de mano de obra, y las trabajadoras de Reebok en El Salvador ganan ocho centavos de dólar por cada camiseta de 25 dólares. En Foxcon, la empresa que produce los componentes de Apple en Zhenzen, China, 12 trabajadores se suicidaron el año pasado.
En los sesenta, el mundo había logrado reducir la desigualdad y el Estado de
bienestar estaba en su apogeo. Este era el precio pagado por Europa occidental, gracias al Plan Marshall de Estados Unidos, para impedir que, sobre las ruinas de la Segunda Guerra, el Viejo Continente cayera bajo el dominio comunista. Pero desde la década de los setenta, y en especial a partir de la desaparición del bloque soviético, la desigualdad arreció.
En ese entonces, la diferencia entre las regiones más ricas y más pobres del mundo era de 13 a 1. En 2006 era de 19 a 1. Hoy, el 2 por ciento más rico detenta más de la mitad de la riqueza global. En 1995, los mayores grupos bancarios de Estados Unidos tenían activos iguales al 17 por ciento del PNB de ese país. En 2010, esta cifra era del 40 por ciento.
Judt, en su libro Algo está mal, trae el ejemplo del CEO de General Motors, que ganaba, en 1968, 66 veces el salario de un trabajador. Hoy, el CEO de Walmart gana 900 veces más, y la fortuna de los dueños de ese emporio (90.000 millones de dólares) equivale a la del total del 40 por ciento de la población más pobre de Estados Unidos (120 millones de personas).
A partir de la crisis de 2008, el Estado de bienestar está despareciendo bajo los hachazos de los ajustes de Sarkozy, Berlusconi, Cameron, Zapatero y Papandreu. La movilidad social, según la cual los hijos podían aspirar a una vida mejor que la de sus padres, se ha transformado en lo opuesto. Uno de cada dos jóvenes españoles no tiene empleo.
¿El fin de la posguerra?
Para Fabián Calle, profesor del Instituto Torcuato di Tella de Buenos Aires, la consecuencia geopolítica de la desaparición de la Unión Soviética fue “generar un contexto de unipolaridad. Estados Unidos perdió a quien lo equilibraba, y cuando esto sucede, el actor tarde o temprano termina militarizando su política y abusando de su poder, porque no hay contrapeso. Después de la caída de la Unión Soviética, Estados Unidos fue como Gulliver en el país de los enanos –dice–. Esto se vio en el periodo de George W. Bush con las guerras de Irak, Afganistán y el aumento del presupuesto de defensa, lo cual aceleró el déficit fiscal y el endeudamiento, afectando la salud económica de largo plazo y llevando a escenarios como la amenaza de ‘default’”.
Pero, según Calle, el mundo ha llegado al fin de la posguerra: si tras la desaparición de la Unión Soviética llegó el reinado de Estados Unidos, en los últimos años este esquema hizo agua: “El poder militar norteamericano empezó a tener problemas serios, el neoliberalismo empezó a fracasar en América Latina, Europa y Estados Unidos. Ya nadie defiende el Consenso de Washington ni las políticas neoliberales de los años noventa. Hoy, la discusión es volver a la multipolaridad y pensar cómo reemplazar el capitalismo de casino”, concluye.
Para Rosendo Fraga, del Centro Nueva Mayoría en Buenos Aires, tras la desaparición de la Unión Soviética “el capitalismo y la democracia pasaron a ser el único modelo viable, pero hoy las cosas han cambiado. El problema es que el repliegue de Washington como hiperpotencia se ha acelerado, la decadencia relativa de Europa se ha acentuado al igual que el estancamiento japonés, y el mundo emergente todavía no está en capacidad de ocupar el espacio que está quedando vacío”.
Tras la caída de los regímenes comunistas, la democracia parecía imbatible. El argentino Raúl Alfonsín, primer presidente después de la dictadura militar, acuñó una frase histórica, en 1983: “Con la democracia se come, se educa y se cura”. La crisis de 2008 demostró que la democracia falló, con su ataque contra los salarios, las jubilaciones, la educación y la salud pública. Los Indignados de España; los aganaktismenoi de Grecia; los jóvenes de la Plaza Tahrir, de El Cairo; los estudiantes chilenos; los que prenden fuego en los barrios de Londres o queman carros en los suburbios de París o Berlín, están diciendo a gritos que la democracia y el capitalismo ya no los contienen, ni los educan, ni los curan: los expulsan.
En esto reside la gravedad de la situación. Las protestas ya no se dirigen contra dictaduras comunistas, como hace veinte años, o árabes, como este, sino contra los gobiernos socialdemócratas o conservadores de países que han sido la cuna de la democracia. Como analiza el italiano Ernesto Calli della Loggia, “con el terremoto de las finanzas mundiales, el estado del 2011 está haciendo sonar una campana de alarma general para todos los regímenes democráticos”.
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