Blanco&negro
CRIANZAAl consultorio de los psicólogos cada vez llegan más profesionales perdidos en sus carreras que no saben qué hacer con su vida. La culpa podría ser de padres bien intencionados que confunden amor con sobreprotección.
Los jóvenes están tristes
Sábado 30 Julio 2011
Javier a sus 24 años, tiene todo lo que alguien de su edad desea, un diploma universitario y un cargo en una de las firmas más prestigiosas del país en donde tiene posibilidad de ir escalando hacia la cima. A pesar de esto, no es feliz. Quisiera botar el puesto e incluso cambiar de carrera. Juliana, de 25, está pasando por una crisis parecida. Se siente desorientada porque después de estudiar Economía y trabajar en un banco no se siente a gusto. A menudo le confiesa a su psicóloga que esa no es la vida que quiere. Y como ellos dos, muchos otros adultos jóvenes están llegando a la consulta de psicólogos y psiquiatras porque tienen dudas de su carrera, no están contentos y no saben qué hacer con su vida.
"Hay muchos jóvenes desubicados, sin un propósito, desmotivados y sin saber qué hacer" , dice la psicóloga Annie de Acevedo, quien ha advertido esa tendencia. Al ahondar en su vida, sin embargo, todo parece estar en orden. Tienen el apoyo emocional y económico de sus padres, son inteligentes y responsables, cuentan con una buena red de amigos, son apreciados en sus trabajos, en fin, el sol está de su lado. Pero por dentro se sienten mal y por eso están en terapia.
El fenómeno está lejos de ser exclusivo de los jóvenes de clase media y alta en Colombia. Recientemente, la psiquiatra Lori Gottlieb escribió un articulo para The Atlantic en el que describe a pacientes recién graduados con este mismo perfil, bonitos, brillantes, queridos por su familia y sus amigos, pero con un gran vacío en el alma. "Jóvenes de 20 y 30 años con depresión y angustia, indecisos y con dificultades en su carrera", dice la experta. Después de analizar con detenimiento sus casos y observar que en ninguno había conflictos con sus padres, ni traumas en la niñez que pudieran causar esta insatisfacción, llegó a la teoría de que, quizás, esta situación se debía no a malos padres, sino todo lo contrario, a papás bien intencionados, demasiado pendientes y preocupados por sus hijos, que al querer protegerlos de las desdichas en la infancia "los privaron de la felicidad en la adultez", dice.
Al desmenuzar las diferentes formas de sobreprotección, Gottlieb encontró que un factor nocivo de este modelo de crianza es establecer la felicidad de los hijos como meta última de la crianza, lo cual es un error porque implica ir pavimentando el camino para que no tengan tropiezos ni contratiempos.
La consecuencia es que cuando son adultos se vuelven 'un ocho' ante una dificultad y piensan que cualquier revés es el fin del mundo. Con ella coincide Ximena Sanz de Santamaría, para quien la felicidad no puede ser un destino, sino algo que se conquista y se construye a diario. Una meta más realista, según ella, es prepararlos para enfrentar la vida, asumir responsabilidades y solucionar los problemas. "Pero ser papá hoy es tenerle miedo al sufrimiento de los hijos", señala la experta. Como dice Barry Schwartz, psicólogo del Swartmore College, la felicidad como resultado de vivir la vida es algo positivo, pero como meta es una receta para el desastre. En ese modelo de mundo feliz, el padre olvida que las mayores oportunidades de aprendizaje están en las equivocaciones y errores. Privarlos de eso es impedir que desarrollen lo que los especialistas conocen como inmunidad psicológica, esa capacidad para resistir los altibajos propios de la vida. "Nadie crece sin haber sufrido un poco", señala Annie de Acevedo.
De la mano de lo anterior está la obsesión por cultivar el amor propio a los hijos. El culto a la autoestima ha llevado a los padres a exageraciones como evitar cualquier connotación negativa acerca de ellos, aún en los casos en que ellos no hacen bien una tarea, por el miedo a que se traumaticen. "La que estamos viendo en las consultas es la generación de la carita feliz, niños a los que les doraron la píldora siempre y por todo, aun cuando no lo merecían", señala Annie de Acevedo. Cuando las alabanzas se imparten sin matices ni discriminación los niños se sienten especiales sin serlo, y si no reciben una valoración de lo que hacen más ajustada a la realidad "se genera una idea inflada de sí mismos", dice Gottlieb. Mientras son niños no hay problema, pero los jóvenes con un ego engrandecido por sus padres y profesores pueden tener problemas en su vida profesional ante la más mínima crítica de un profesor o de un jefe. "Ellos esperan que los estimulen a toda hora, no les gusta que sus superiores les digan que necesitan mejorar el trabajo y se sienten inseguros cuando no reciben constantemente halagos de otras personas", dice Jean Twenge, psicóloga y coautora del libro The Narcissism Epidemic.
Otra arista de la sobreprotección es creer que lo mejor es ofrecerles a los hijos muchas opciones. Los papás cada día enfrentan a los niños a un sinnúmero de posibilidades, si quieren pizza, hamburguesa, perro caliente o alitas de pollo; si quieren estudiar aquí o allá; en el mundo de hoy no hay límites. Según Schwartz, la evidencia muestra que, en general, cuando la gente se enfrenta a menos posibilidades es más feliz y el caso de los niños no es la excepción. Se ha visto que ellos están más seguros y menos ansiosos ante menos opciones ya que esto les permite comprometerse con su elección. Además, señala que la gente siente más satisfacción y dedicación cuando trabaja en una cosa que cuando deja otras opciones abiertas. En la vida adulta, tener este amplio abanico de caminos les dificulta la toma de decisiones porque eso implica decirles adiós a las demás. Ximena Sanz de Santamaría cuenta que muchos jóvenes empiezan una, dos y hasta tres carreras. "Luego de haber intentado cuatro facultades sienten que son unos buenos para nada". En ningún momento se trata de imponerles el camino, pero sí de establecer límites y enseñarles a tomar decisiones.
Una cosa es cierta y es que cada día las familias son más pequeñas, por lo que con mayor frecuencia los padres tienen la sensación de que cada hijo es muy valioso. Debido a esto, los papás fomentan la sobreprotección porque no quieren que sus hijos se vayan de la casa. Por eso, los cuidados y los mimos no terminan a los 18 cuando se gradúan del colegio, sino cuando se casan. "Los papás siguen organizándoles la vida incluso de viejos", dice Ximena. Son los papás quienes llaman a los profesores para reclamar por la mala nota que su hijo recibió en la universidad o constantemente envían mensajes de texto para saber cada detalle de su vida. En ese contexto es fácil que las necesidades de los grandes se confundan con las de los hijos y se tergiverse la idea de amor y buena crianza con sobreprotección. "Ellos llenan los vacíos emocionales de nuestra vida", dice Gottlieb. Por eso, a veces no son los niños quienes tienen problemas para crecer y madurar, sino son los padres quienes no quieren soltarles las amarras.
Isabel Londoño, coach en educación, tiene una visión distinta. Considera que sí hay un conflicto con los jóvenes de hoy, pero este no se debe a su ego inflado, ni a que son tacitas de té frágiles que ante cualquier vicisitud se quiebran, sino a que la sociedad en la que viven no ha cambiado al ritmo de ellos. "El que está perdido es todo el establecimiento, las empresas, los colegios, las universidades, porque ignoran que los jóvenes de hoy son diferentes y no quieren seguir el modelo de los papás". La experta explica que los adultos jóvenes sí quieren compromiso y trabajo duro, pero no en las mismas condiciones de sometimiento que sus padres. En otras palabras, quieren que el trabajo sea parte de su vida y no que su vida sea el trabajo. Por eso cuando oyen a los ejecutivos exitosos relatar sus historias de sacrificios para llegar a la cima, prefieren pasar de largo y decir no, gracias. Agrega que muchos de ellos tratan de meterse en ese rol tradicional -trabajar en una compañía y esperar 25 años a tener un cargo alto, paradigma del éxito de las generaciones pasadas-, "pero cuando no pueden más y quieren optar por otra alternativa les dicen que están confundidos. En realidad, están reclamando su libertad y buscando alternativas que les brinden mayores satisfacciones", enfatiza.
Encontrar el balance para dar amor y protección a los hijos sin caer en estos extremos no es fácil. Los papás ahora tienen poco tiempo para estar con sus hijos y prefieren dedicarlo a hablar amigablemente que a regañar y corregir o a enseñarles las responsabilidades en la casa. Pero los expertos consideran crucial revisar el rol sobreprotector de los padres hoy, pues no hacerlo es la fórmula perfecta para que sus hijos terminen de adultos frustrados y tristes en el diván frente al psiquiatra.
El fenómeno está lejos de ser exclusivo de los jóvenes de clase media y alta en Colombia. Recientemente, la psiquiatra Lori Gottlieb escribió un articulo para The Atlantic en el que describe a pacientes recién graduados con este mismo perfil, bonitos, brillantes, queridos por su familia y sus amigos, pero con un gran vacío en el alma. "Jóvenes de 20 y 30 años con depresión y angustia, indecisos y con dificultades en su carrera", dice la experta. Después de analizar con detenimiento sus casos y observar que en ninguno había conflictos con sus padres, ni traumas en la niñez que pudieran causar esta insatisfacción, llegó a la teoría de que, quizás, esta situación se debía no a malos padres, sino todo lo contrario, a papás bien intencionados, demasiado pendientes y preocupados por sus hijos, que al querer protegerlos de las desdichas en la infancia "los privaron de la felicidad en la adultez", dice.
Al desmenuzar las diferentes formas de sobreprotección, Gottlieb encontró que un factor nocivo de este modelo de crianza es establecer la felicidad de los hijos como meta última de la crianza, lo cual es un error porque implica ir pavimentando el camino para que no tengan tropiezos ni contratiempos.
La consecuencia es que cuando son adultos se vuelven 'un ocho' ante una dificultad y piensan que cualquier revés es el fin del mundo. Con ella coincide Ximena Sanz de Santamaría, para quien la felicidad no puede ser un destino, sino algo que se conquista y se construye a diario. Una meta más realista, según ella, es prepararlos para enfrentar la vida, asumir responsabilidades y solucionar los problemas. "Pero ser papá hoy es tenerle miedo al sufrimiento de los hijos", señala la experta. Como dice Barry Schwartz, psicólogo del Swartmore College, la felicidad como resultado de vivir la vida es algo positivo, pero como meta es una receta para el desastre. En ese modelo de mundo feliz, el padre olvida que las mayores oportunidades de aprendizaje están en las equivocaciones y errores. Privarlos de eso es impedir que desarrollen lo que los especialistas conocen como inmunidad psicológica, esa capacidad para resistir los altibajos propios de la vida. "Nadie crece sin haber sufrido un poco", señala Annie de Acevedo.
De la mano de lo anterior está la obsesión por cultivar el amor propio a los hijos. El culto a la autoestima ha llevado a los padres a exageraciones como evitar cualquier connotación negativa acerca de ellos, aún en los casos en que ellos no hacen bien una tarea, por el miedo a que se traumaticen. "La que estamos viendo en las consultas es la generación de la carita feliz, niños a los que les doraron la píldora siempre y por todo, aun cuando no lo merecían", señala Annie de Acevedo. Cuando las alabanzas se imparten sin matices ni discriminación los niños se sienten especiales sin serlo, y si no reciben una valoración de lo que hacen más ajustada a la realidad "se genera una idea inflada de sí mismos", dice Gottlieb. Mientras son niños no hay problema, pero los jóvenes con un ego engrandecido por sus padres y profesores pueden tener problemas en su vida profesional ante la más mínima crítica de un profesor o de un jefe. "Ellos esperan que los estimulen a toda hora, no les gusta que sus superiores les digan que necesitan mejorar el trabajo y se sienten inseguros cuando no reciben constantemente halagos de otras personas", dice Jean Twenge, psicóloga y coautora del libro The Narcissism Epidemic.
Otra arista de la sobreprotección es creer que lo mejor es ofrecerles a los hijos muchas opciones. Los papás cada día enfrentan a los niños a un sinnúmero de posibilidades, si quieren pizza, hamburguesa, perro caliente o alitas de pollo; si quieren estudiar aquí o allá; en el mundo de hoy no hay límites. Según Schwartz, la evidencia muestra que, en general, cuando la gente se enfrenta a menos posibilidades es más feliz y el caso de los niños no es la excepción. Se ha visto que ellos están más seguros y menos ansiosos ante menos opciones ya que esto les permite comprometerse con su elección. Además, señala que la gente siente más satisfacción y dedicación cuando trabaja en una cosa que cuando deja otras opciones abiertas. En la vida adulta, tener este amplio abanico de caminos les dificulta la toma de decisiones porque eso implica decirles adiós a las demás. Ximena Sanz de Santamaría cuenta que muchos jóvenes empiezan una, dos y hasta tres carreras. "Luego de haber intentado cuatro facultades sienten que son unos buenos para nada". En ningún momento se trata de imponerles el camino, pero sí de establecer límites y enseñarles a tomar decisiones.
Una cosa es cierta y es que cada día las familias son más pequeñas, por lo que con mayor frecuencia los padres tienen la sensación de que cada hijo es muy valioso. Debido a esto, los papás fomentan la sobreprotección porque no quieren que sus hijos se vayan de la casa. Por eso, los cuidados y los mimos no terminan a los 18 cuando se gradúan del colegio, sino cuando se casan. "Los papás siguen organizándoles la vida incluso de viejos", dice Ximena. Son los papás quienes llaman a los profesores para reclamar por la mala nota que su hijo recibió en la universidad o constantemente envían mensajes de texto para saber cada detalle de su vida. En ese contexto es fácil que las necesidades de los grandes se confundan con las de los hijos y se tergiverse la idea de amor y buena crianza con sobreprotección. "Ellos llenan los vacíos emocionales de nuestra vida", dice Gottlieb. Por eso, a veces no son los niños quienes tienen problemas para crecer y madurar, sino son los padres quienes no quieren soltarles las amarras.
Isabel Londoño, coach en educación, tiene una visión distinta. Considera que sí hay un conflicto con los jóvenes de hoy, pero este no se debe a su ego inflado, ni a que son tacitas de té frágiles que ante cualquier vicisitud se quiebran, sino a que la sociedad en la que viven no ha cambiado al ritmo de ellos. "El que está perdido es todo el establecimiento, las empresas, los colegios, las universidades, porque ignoran que los jóvenes de hoy son diferentes y no quieren seguir el modelo de los papás". La experta explica que los adultos jóvenes sí quieren compromiso y trabajo duro, pero no en las mismas condiciones de sometimiento que sus padres. En otras palabras, quieren que el trabajo sea parte de su vida y no que su vida sea el trabajo. Por eso cuando oyen a los ejecutivos exitosos relatar sus historias de sacrificios para llegar a la cima, prefieren pasar de largo y decir no, gracias. Agrega que muchos de ellos tratan de meterse en ese rol tradicional -trabajar en una compañía y esperar 25 años a tener un cargo alto, paradigma del éxito de las generaciones pasadas-, "pero cuando no pueden más y quieren optar por otra alternativa les dicen que están confundidos. En realidad, están reclamando su libertad y buscando alternativas que les brinden mayores satisfacciones", enfatiza.
Encontrar el balance para dar amor y protección a los hijos sin caer en estos extremos no es fácil. Los papás ahora tienen poco tiempo para estar con sus hijos y prefieren dedicarlo a hablar amigablemente que a regañar y corregir o a enseñarles las responsabilidades en la casa. Pero los expertos consideran crucial revisar el rol sobreprotector de los padres hoy, pues no hacerlo es la fórmula perfecta para que sus hijos terminen de adultos frustrados y tristes en el diván frente al psiquiatra.
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