miércoles, 5 de junio de 2013

Blanco&negro

Gossaín revisa los pecados que contiene el libro sagrado y concluye que la corrupción no es de hoy.

La Biblia tiene casi ochocientas mil palabras, pero una de las más repetidas, a lo largo de sus páginas, es ‘corrupción’.
Un lector insaciable, el periodista Javier Ayala, me envía de regalo una auténtica joya de la curiosidad humana: un resumen de tres páginas que descubrió en algún recoveco de Internet sobre lo que dice la Biblia en torno a la corrupción, incluyendo las páginas del Antiguo Testamento, que son anteriores a Cristo. Imagínese usted desde cuándo andamos en esas. Estoy por creer que el oficio más viejo del mundo no es la prostitución sino el robo.
¿Los que la Biblia menciona son delitos o son pecados? Bueno: siempre he tenido la impresión de que no hay mucha diferencia entre una cosa y la otra. El delito es un pecado penal; el pecado es un delito moral. Empiezo a sentirme filósofo.
Hablemos en serio. La Biblia no es solo un libro de oraciones para invocar a Dios, ni un catálogo de consejos espirituales para hacer que suspiren las beatas. Es un profundo tratado sobre las miserias y grandezas de la condición humana. Escrito, además, y al margen de sus valores religiosos, con una incomparable belleza literaria y una asombrosa exactitud periodística.
Moisés y la corrupción
Pero yo no he venido aquí a echar un sermón sino a demostrarles que nada se parece tanto a la situación que vivimos en la Colombia de estos días como las denuncias que campean en la Sagrada Escritura: extorsiones, sobornos, secuestros, jueces venales, fraude, injusticia, trampas. El primero que lo menciona es el propio Moisés, nada menos, el hombre que recibió los Diez Mandamientos de manos de Dios en la península de Sinaí y que escribió los primeros cinco libros de la Biblia.
Es un regaño a los comerciantes tramposos, escrito mil trescientos años antes del nacimiento de Cristo, y figura en las páginas del Levítico, llamado así porque era un manual para el uso de los levitas, primeros sacerdotes de la religión judía. Dios dijo al pueblo: “No cometerás injusticia en medida de tierra, ni en medida de comercio, ni en ninguna otra medida. Tendrás pesas justas y medidas exactas. Yo soy tu Dios, el que te sacó de la esclavitud en Egipto”.
Parece que los comerciantes mañosos son temibles desde aquellos tiempos, cuando se trata de la báscula para pesar el cordero y los garbanzos, porque más adelante el libro de los Proverbios vuelve sobre el mismo tema: “El Señor aborrece las balanzas falsas y le gustan las pesas exactas”. Y el profeta Oseas, ejerciendo su magnífico oficio de periodista, los denuncia con nombre propio: “Canaán maneja una balanza tramposa y estafa a los pobres”.
De secuestro a soborno
Hay veces en que el relato bíblico es tan preciso que uno se queda perplejo. Algunos de sus pasajes parecen copiados de la realidad colombiana. No se escapan ni los secuestradores. Encontré estos versículos en el capítulo 10 del libro de los Salmos: “El malvado acecha en su escondrijo como el león en la guarida. Acecha al humilde para secuestrarlo, secuestra al humilde y lo lleva a su madriguera”.
El soborno, entendido como la compra de funcionarios gubernamentales, es duramente condenado. Ochocientos años antes de Cristo, el profeta Isaías lo pregona con admirable elocuencia en su capítulo 33: “El que camina con justicia y habla lo recto; el que rehúsa la riqueza obtenida con violencia y sacude su mano rechazando el soborno, ese morará en las alturas. Una fortaleza de rocas será su aposento”.
Era tan abominable comprar los favores de un funcionario, que en uno de los salmos el hombre honrado le implora a Dios: “No permitas, Señor, que muera entre pecadores, cuya mano está llena de sobornos”.
La injusta justicia
‘Justicia’ es una de las palabras más repetidas a lo largo de la Biblia. ‘Injusticia’ también, en consecuencia, refiriéndose especialmente a los jueces venales. Es célebre el episodio de la casta Susana, la esposa de Joaquín, una muchacha bella y virtuosa que fue calumniada por mujeres envidiosas y por hombres cuyos devaneos había rechazado, incluyendo a dos ancianos que eran jueces de la tribu. “Aquellos miserables –relata el Antiguo Testamento– la condenaron a muerte acusándola falsamente de adulterio”.
La mañana en que iban a ejecutarla, salió de la muchedumbre un jovencito de 14 años, que tenía fama de sabio, y se atravesó en el camino de los verdugos. Era el profeta Daniel, que luego sería también víctima de la iniquidad humana, cuando lo arrojaron al foso de los leones, en Babilonia.
Daniel le sirvió de abogado espontáneo a Susana, interrogó a los testigos, desbarató testimonios. La salvó. “Jueces infames y descarriados”, les gritó, “ustedes son capaces de matar al inocente, así como perdonan al culpable, porque tienen depravado el corazón”. Cualquier parecido con...
Para mi gusto, uno de los pasajes más ejemplares es la narración de Samuel, el prestigioso juez de Israel, que ya anciano delega el cargo en sus dos hijos, Joel y Abías. A su propio padre no le tiembla la mano para condenarlos por corrompidos: “Atentos solo al provecho propio, aceptaban sobornos y pervirtieron la justicia”.
A su vez, el libro del Deuteronomio, que en griego antiguo significaba “la segunda ley”, hace estas recomendaciones a los magistrados: “Te nombrarán juez para que juzgues al pueblo con justicia. No violarás el derecho ajeno, no serás parcial ni aceptarás sobornos, que el soborno ciega los ojos del sabio y falsea la causa del inocente”. Hablando acá, en la cocina, propongo que escriban esa sentencia, con letras de oro, en la entrada de cada juzgado colombiano. Y de cada tribunal.
Cartel de testigos falsos
Si hasta ahora les ha parecido sorprendente la semejanza entre los textos bíblicos y la realidad que nos rodea, encontré lo que faltaba: un cartel de testigos falsos, similar al que se ha denunciado recientemente en Colombia, lo que confirma, como decía el rey Salomón, que no hay nada nuevo bajo el sol. Y que los criminales ni siquiera tienen imaginación.
En el capítulo 6 de Hechos de los Apóstoles, ya en el Nuevo Testamento, se relata lo que le sucedió a Esteban, el primer cristiano que fue martirizado por sus creencias. “Entonces los miembros de la sinagoga sobornaron a algunos para que declararan haber oído a Esteban blasfemando contra Moisés y Dios. Amotinaron al pueblo y, con esos testigos falsos, lo condenaron”.
La cosa empeora a medida que pasan los días. La siguiente víctima del cartel de los falsos testigos es el propio Jesucristo, que no fue presentado ante la Fiscalía General de la Nación, sino ante los sumos sacerdotes, la víspera de su sacrificio. Lean a San Mateo en su extenso capítulo 26: “Buscaban testimonios contra Jesús. Al final comparecieron dos testigos falsos que declararon haberle oído decir que él podía derribar el santuario de Dios y reconstruirlo en tres días”. Con esos testimonios, tal como había sucedido con Esteban, lo condenaron a muerte.
Tres días después, a propósito de la resurrección, se repitió el episodio de los falsos testigos. Sigue contando Mateo: “Los guardianes del sepulcro fueron a la ciudad y dijeron a los sumos sacerdotes que Cristo había resucitado. Los sacerdotes ofrecieron a los soldados una buena suma para que declararan en falso que no hubo ninguna resurrección, sino que, por la noche, mientras ellos dormían, los apóstoles robaron el cadáver de Jesús. Así lo hicieron”.
Epílogo con pregunta
Los ejemplos abundan. Qué tal los sobornos de Simón, el mago, que ofreció comprarles a los apóstoles el secreto para hacer milagros porque pensaba que eso era un truco. (Les recomiendo que busquen en el diccionario lo que significa, desde entonces, la palabra simonía). “Malditos sean tú y tu dinero”, le contestó Pedro. Porque también había alguna gente honrada, naturalmente, como ahora. Pablo, el más grande entre los escritores del cristianismo, prefirió que lo metieran preso antes que pagarle un soborno al juez Félix, aunque tenía con qué.
De manera, pues, que luego de repasar estos episodios, que son apenas una muestra entre los incontables casos que aparecen en las Escrituras, he terminado por pensar, dicho sea de manera literal, que la corrupción en Colombia está tomando proporciones bíblicas.
¿O será, más bien, que la corrupción bíblica está tomando proporciones colombianas?
JUAN GOSSAÍN 
Especial para EL TIEMPO

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